Hacia

La voz de una mujer en el teléfono mientras leo un cuento con Marie, que tiene 9 años y cuando corto me pregunta : ¿quién era ? ‘Una señora que quería clases de español’. Marie quiere enterarse un poco más de mi trabajo. Es bella como una bailarina, tiene ojos de cervatillo y hoy es apenas la segunda vez que nos vemos. Como mis hijos, vive una semana con el padre belga y la siguiente con su madre, española, buena madre, exigente y concienzuda de la necesidad de tener un buen nivel de idioma, razón por la cual he aparecido yo en su vida a leerle cuentos. Marie, baila cuando nos despedimos, no puede estarse quieta, parece Oliver.
La señora del teléfono no ha vuelto a llamar, me pregunto si he sido demasiado brusca al responder que estaba ocupada, que llamara más tarde. No, finalmente parece que no, me contacta unos días después, no son para ella las clases, sino para Paul, su hijo adolescente. Quedamos para ese mismo día a las cinco y media. Pero vengo del cine y de un café con charla con Rosa Laura, preocupada por una incipiente soledad, y además no conozco el barrio, un elegante barrio residencial en Auderghem, y me pierdo un poco, así que llego sobre las seis. He disfrutado la caminata en la tarde primaveral y la mujer que me abre la puerta sobre la fachada lateral es afable, práctica y sin vueltas. La madre de Paul. Me explica que su hija quiere ver un programa de televisión en el salón y que le ha pedido que la clase de su hermano sea en la cocina. No hay problema. También me pide que me quite los zapatos (bendigo el instante en que decidí ponerme medias nuevas y sanas) y me propone unas pantuflas muy cómodas.
La cocina es amplia, con una ventana que da al jardín, comparada con la mía parece de película. Me ofrece algo de beber. Me quedo un momento sola. Sobre la mesa hay una tarjeta con una plegaria : sí, puedo imaginarme a la mujer recitándola para bendecir los alimentos. Al rato, llega Paul. Está dolorido porque lo han operado de un lunar en la espalda y se mueve con lentitud. Pero la sonrisa no se le va de la cara. Siguiendo el libro de la escuela, hablamos de lo que hace normalmente el fin de semana : o sale con los amigos o se queda en casa chateando o escuchando música o toca la guitarra -tiene un grupo-, los domingos por la mañana va a la iglesia con la familia. Tiene todo el aspecto de un muchachito sano y bueno, y lo que cuenta pega con su aspecto.
La clase dura una hora. Después reaparece la madre a pagarme y a quedar conmigo para nuevas clases. Es sólo al irme, cuando voy a ponerme otra vez los zapatos, que me explica el por qué de la costumbre. Han vivido cuatro años en Seúl, han regresado a Europa apenas el año pasado. En Asia todo el mundo se quita los zapatos al entrar a la casa, ellos se acostumbraron y lo siguen haciendo aquí y se lo proponen a todos sus visitantes. ‘Es gracioso ver las distintas reacciones de la gente,’ comenta la mujer. Le pregunto si le gustaba vivir en Seúl. La respuesta es sumamente expresiva : ‘Sí. Es un país en crecimiento. El crecimiento (quizás dijo también ‘la riqueza’) se ve en todo. Aquí, en Europa, es la decadencia.’ Concuerdo con ella, pero no deja de sorprenderme la afirmación en boca de una europea (¿inglesa ?) que manda a sus hijos a la escuela europea. ¿Asia es el futuro ? ‘Hacia’ es el futuro. Un inmenso interrogante la dirección en la que vamos. Bajo la calle hacia el metro que me llevará a casa. El cielo es bello en todas partes.

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